domingo, 4 de abril de 2010

Lucas, sus desiertos

Siempre tenía algo que decir, siempre algo que sentir, y esta vez no quiso ser menos. Mientras le contaba mi primer contacto con el mundo árabe, con África, con el calor en mucho tiempo, con la arena del desierto, Lucas, me contó su historia por Marrakech.

Lucas llegó solo, a una tierra que no conocía para nada, iba a dejarse ir hasta donde pudiese aceptar. Arrastraba sus bultos, y otros los cargaba en la espalda. Una vez salió de esa burbuja, cápsula de entrada o algo parecido que resultaba ser un aeropuerto como el de Marrakech entre esa gente y esa forma de vida, Lucas se vio siguiendo a un señor que le cogió la maleta llevándolo hacia un taxi. De repente se paró a discutir a gritos y malas caras entre otros compañeros, señalándole, y Lucas, sin saber que hacer o que decir, metido en un lio que ni siquiera podía entender, aunque si imaginar, cruzó per medio del barullo y siguió al tipo que finalmente le metió en su taxi y le habló de todo el futbol español con mayor precisión de lo que él podía ser capaz.

Llegó a la Plaza Jamal el Fna en un trayecto en el que empezó a entender que la física y los espacios, y los problemas de cinética eran una cosa muy occidental, y que en Marruecos, y especialmente en Marrakech, aunque también en Casablanca, y en Agadir, y en tantas carreteras que al final terminó pisando, las personas, los coches nuevos, y los viejos, y los todavía más viejos, las mobilettes, y las vespas, y las motos que no se sabía ni que motos eran, y las bicis, y los asnos, se entrecruzaban por un asfalto que parecía una mesa de billar con un montón de bolas moviéndose hacia todos los lados con la única misión de no hacer carambola. Una vez había bajado del taxi, una inmensa plaza, llena de luces y de jaleos, y olores se desplegaba delante de él. Sería una de las sensaciones que le acompañarían ya para siempre. Iba con la intención de mezclarse con la gente, de sentarse al lado de las gentes con babuchas y túnicas, pero ya se sabe, por mucho que se mezcle el aceite y el agua. Lucas andaba por la plaza, entre músicos, adivinos, torneos de boxeo espontáneos, encantadores de serpientes, puestos de frutos secos, de Jena, de zumos de naranja, de Cuscús, de brochetas, y cocidos varios, de asaltantes que lo intentaban convencer que se sentase a cenar en su puesto, pero lo que más sacudió a Lucas fue el olor.

Ya nada más llegar, sintió lo mismo que sintió cuando visitó algunas de las grandes capitales de Sud América. En el taxi, por la ventanilla que llevaba bajada, entraba un espeso olor a gasolina mal quemada, a humo negro, o gris, pero en todo caso oscuro que llenaba el aire de hedor. Al salir a la plaza, el olor del humo de las brochetas, de los frutos secos, de las especias de su cocina, de los dulces, del guiso de garbanzos que nunca supo bien que era. Sintió, como ya había sentido alguna vez, que estaba en uno de esos lugares donde no había aire, solo olores y hedores. Las mañanas olían a pan recién hecho, pero pan marroquí, a dulces recién horneados, a té recién hervido, a mantequilla de leche de camello, y a miel de dátil. Las calles olían a muchas más cosas, a cuero, a pescado, a especias, a hierbabuena para el té, pero también a corral, a excremento de gallina, a pescado muerto, a alcantarillado colapsado y tantos olores y hedores que no podía identificar, ni tan siquiera imaginar ni recordar ahora.

Puede que todo esto, esta cantidad de cosa que a Lucas le retorcían la consciencia, las percepciones y la razón fuesen las cosas más triviales de esas vidas que veía pasear tan caóticamente ante sus ojos. Pero él nunca olvidaba que era el aceite en ese océano, y que debía intentar mirar lo más hacia abajo posible. Le entusiasmaba ver el respeto por las gentes mayores, algo tan aceptado por toda una sociedad. El papel tan crucial de la religión en sus vidas: vestimenta, estética, horarios, costumbres, alimentación, ocio, arquitectura. Detrás de casi todas las cosas se podía encontrar la religión, incluso delante a veces. La vida de los hombres, tan diferente a la vida de las mujeres. La vida de las mujeres, tan diferente a la de los hombres. La vida de cada mujer y cada hombre, tan diferentes entre sí, sin olvidar la vida de los niños, una vida de calle, de penas y glorias, de sonrisas inocentes y de lloros tan cruelmente conscientes. La vida de la calle, desde tan temprano, los carros llenos de frutas, de panes, de tortas, y más panes.

Una de las cosas que más le sacudió, cuenta Lucas, fue la estructura de las ciudades, o de los poblados, sobre todo en las zonas antiguas, en los zocos árabes. Lucas se miraba el mapa que tenía entre manos una y otra vez, y no entendía por qué no había más detalles, por que las manzanas se quedaban tan gigantes y no había manera de saber dónde se tenía que meter. Finalmente empezó a andar por uno, y cuando llevaba unos 13 giros hacia derecha, y unos 28 a la izquierda, cada giro de un ángulo diferente, se dio cuenta que era imposible ni tan siquiera entrar al Zoco para ir a algún lugar concreto. Si se entraba al Zoco era para pasear por el Zoco y jugar así a ese juego de azares que es encontrar lo que se busca. El techo cubierto de las estrechas calles quitaba luz, pero a la vez daba esa ralladura de rayos que tan bien le sentaba a esos lugares. Los mapas en estas ciudades sirven para perderse lo mejor que son esas calles donde un gallo y un asno son más corrientes que los coches aparcados al lado de la acera. Y donde las puertas y las ventanas, casi siempre abiertas, tienen sentido por sí mismas, con sus dibujos y adornos, y no por ser un obstáculo entre un dentro y un afuera.

Pero sin duda, Lucas se guardo su visita al desierto para el final. Llegar hasta allí fue toda una paliza para él. Ver todos esos lugares desde la ventanilla de una furgoneta que no le dejaba bajarse y echarse a correr por ahí, pararse 5 minutos para hacer un desastre de foto, pero un desastre de foto de 5 minutos, y pisar tantas piedras que creyó preciosas, fue un sacrificio que valió la pena. Un dromedario le sacudió durante una hora hasta descargarlo en una duna ya de noche cerrada. Había luna casi llena, y el desierto de dibujaba en unos tonos azulados y unas sombras negras. No hacía falta luz. En realidad no Lucas no necesitaba luz, ni nada que no fuesen esos ojos, y esas orejas que dolían de tan abiertas que estaban. Dicen que el desierto es una tierra desolada, sin vida, sin agua, sin sombras, sin colores. Nada más lejos de la realidad. El desierto es un lugar que ponía a Lucas del revés. Entonces pisaba un cielo estrellado que no vio en ningún otro lugar Lucas. Las dunas estaban arriba de su cabeza, la arena le entraba por todos los huecos de su ropa, por los zapatos. En su cabeza tenía la textura de las dunas, de un cielo encapotado, ondulado, pero suave. En los pies un cielo estrellado, un mar de puntos luminosos, lleno de vida parpadeante, y de colores que empezaron a averiguarse al amanecer. El viento que soplaba cargado de pequeños granos de arena le quitaba a Lucas todo lo que le envolvía, dejándole desnudo en la inmensidad que tenía delante, para pensar en la inmensidad que tenía detrás, de tanto que tenía ya vivido, y de lo que seguro le quedaba por vivir. En estos lugares se vive un presente lleno de pasado y futuro, un presente que son todos los tiempos mezclados.

Lucas terminó ahí, no quiso ponerle final. Dijo que donde se mezclan todo los tiempos se puede empezar y terminar, y eso no cambia nada. Lego vino terminar realmente el viaje, pero Lucas ya se había quedado del revés por un tiempo, entre las dunas y las estrellas. Sentí que tal vez mi historia de la visita a Marrakech empezaba también por el desierto, aunque no fuese mi primer destino, y que tal vez, todo lo que viví por esa tierra se encontró allí en esa noche entre dunas para darle forma a todo.

Mi viaje era un paseo por las palabras de Lucas, y ahí quedó. En mi cabeza, en mis fotos, en algunas de estas palabras. Y en tantos momentos grandes que pasé a vuestro lado.


2 comentarios:

  1. entonces, ¿lucas también quiere ser desierto? nos vemos entre arena................... :)

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