jueves, 12 de marzo de 2015

El hallazgo de la vida


¿Cuándo fue que saboreé por primera vez el sabor de la vida? ¿Cuándo probé esta impresión de naturaleza, que extasía en este instante? ¿He saboreado ya en otra ocasión el sabor de la vida?¿He probado ya otra vez la impresión de la naturaleza? Estoy completamente decidido a no haberlo probado, a no haberlo saboreado nunca, sino ahora. Esto es extraordinario. Hoy es la primera vez que saboreo el sabor de la vida; hoy es la primera vez que  me extasía la impresión de la naturaleza. Esto es extraordinario. Esto me maravilla y me colma de llanto y de felicidad. 

¡Señores! ¡Hoy es la primera vez que me doy cuenta de la presencia de la vida! Ruego a ustedes dejarme libre este momento, para saborear esta emoción formidable, espontánea y reciente de la vida, que hoy, por la prístina vez me extasía y me hace dichoso hasta las lágrimas!...

Mi gozo viene de lo inédito de mi emoción. Mi exaltación viene de que antes no sentí la presencia de la vida. No la he sentido nunca. Miente quien diga que la he sentido. Miente y su mentira me hiere a tal punto que me haría desgraciado. Mi gozo viene de mi fe en este hallazgocde la vida, y nadie puede ir contra esta fe. Al que fuera, se le caería la lengua, se le caerían los huesos y correría el peligro de recoger otros, ajenos, para mantenerse en pie ante mis ojos.

Nunca, sino ahora, ha habido vida. Nunca, sino ahora, han pasado gentes. Nunca, sino ahora, han habido casas y avenidas, aire y horizonte. Si viniese ahora mi amigo Peyrient, le diría que yo no lo conozco y que debemos empezar de nuevo. ¿Cuándo, en efecto, le he conocido a mi amigo Peyrient? Hoy sería la primera vez que nos conocemos. Le diría yo que se vaya y regrese y entre a verme, como si no me conociera, es decir, por la primera vez.

Ahora yo no conozco a nadie ni nada. Me advierto en un país extraño, en el que todo cobra relieve de nacimiento, luz de epifanía inmarcesible. No, señor. No hable Ud. a ese caballero. Usted no lo conoce y le sorprendería tan inopinada parla. No ponga usted el pie sobre esa piedrecilla: quién sabe no es piedra y vaya usted a dar en el vacío. Sea usted precavido, puesto que estamos en un mundo absolutamente inconocido.

Me posee la emoción del hallazgo. Hallazgo, por lo inesperado y hallazgo por la bondad. ¿Qué me ha costado semejante felicidad? ¿Cuánto tiempo la he esperado? Ni espera ni precio. ¿Conocéis la dicha no esperada? ¿Conocéis la dicha no pagada? Esta es mi dicha de hoy. La que me extasía y me reviste de un aire tan desusado, que me tomaría por un extranjero en la tierra. Sí. Ni yo conozco a nadie, ni me conozco a nadie, ni me conoce nadie. 

Tan poco tiempo he vivido. Mi nacimiento es tan reciente, que no hay unidad de medida para contar mi edad. ¡Si acabo de nacer! ¡Si aún no he vivido todavía! Señores: soy tan pequeñito, que el día apenas cabe en mí!

Nunca, sino ahora, oí el estruendo de los carros, que cargan piedras para una gran construcción del boulevard Haussmann. Nunca, sino ahora avancé paralelamente a la primavera, diciéndole: ¡Si la muerte hubiera sido otra!... Nunca, sino ahora, vi la luz áurea del sol sobre las cúpulas de Sacre-Coeur. Nunca, sino ahora, se acercó a mi un niño y me tiró de la manga de soslayo. Nunca, sino ahora, supe que existía una puerta, otra puerta y el canto cordial de las distancias.

¡Dejadme! La vida me ha dado ahora en toda mi muerte. Y estoy ahora para morir, más que para envejecer. Yo moriré de vida y no de tiempo. 

César Vallejo, El hallazgo de la vida.
París, febrero de 1926

domingo, 14 de septiembre de 2014

Lucas, su hora

      Lucas, ¿qué esperas?
Bill estaba sentado de frente a un Lucas consumido por el anhelo, con los ojos cansados de buscar entre caras desconocidas, y las cejas ligeramente levantadas como en un gesto eterno de levantar los hombros con resignación. La apatía y la euforia se alternaban a intervalos caprichosos, y era incapaz de cualquier planificación de su existencia, se sentía incapaz para la proyección de un futuro que para él ya no existía.
      Nada, Bill. De verdad que ya no espero. Tal vez solo quiero que el tiempo lo cubra todo de polvo. Me siento vencido. Alejado de todo.
      ¿Y qué tal si dejas de recurrir a sitios comunes y me hablas de lo que te pasa por la cabeza?
      Joder Bill, eres un encanto como confidente.
      Gracias, pero a mi no me vas a impresionar con tus ojitos perdidos.
      Digo de verdad que no espero nada.
      ¿Y qué haces aquí sentado?
      Tomar un café contigo, creo que me viene bien para que se me pase la apatía… ¿Sabes? De repente suena Vivaldi mientras leo, o se me cruza una chica en bicicleta mientras salgo a dar un paseo y pienso que la sonrisa que se me pone en la cara es un síntoma de curación, de haber dejado atrás el estado de apoplejía. Pero después del Allegro viene un Largo o un Adagio, y la chica pasa rápido y no queda más que una estela perfumada, y el imborrable recuerdo de ella.
      ¿Te fastidia recordarla?
      Creo que no. Pero no sé si es más una creencia fruto de mi voluntad, o una realidad. Me quiero pensar como un tipo fuerte, quiero creer que recordarla y añorar es más bien una decisión proactiva, no querer renegar de una parte tan importante de mi. Pero he de reconocer que no siempre es así. Su recuerdo a veces me asalta como la sensación de haber olvidado algo importante en los aeropuertos. Cuando esto es así me descubro dando manotazos al aire como queriendo alejar un perfume, o como queriendo forzar que el ridículo espantoso que hago mientras me muevo así despeje mi cabeza de la densidad de su recuerdo.
      No te veo dar manotazos.
      No seas palurdo Bill.
      Creo que te sigo. ¿Entonces quieres decirme que a veces te dedicas a recordar?¿No eres un poco agonías?
      ¿Recuerdas cuando tenías veintidós años y merendabas crêpes de Nutella todas las tardes?
      ¿A qué viene eso?
      ¿Lo recuerdas, o no? ¿No te gusta volverte a ver ahí, cobijando el crêpe entre los guantes para que no se mojase de aguanieve?
      Cada vez que meriendo un triste trozo de pan o un vaso de leche.
      Bienvenido a la agonía consciente de la que me hablas...
      Pero no es lo mismo. No me vengas ahora tú con tus sandeces y tus jueguitos de palabras.
      Nos cobijábamos del aguanieve acurrucándonos el uno contra el otro por P…
      Corta el rollo hombre.
      Perdona. Este ha sido de los de aeropuerto.
     
     
      Bueno, volviendo al tema. No eres capaz de quitártela de la cabeza. Y dices que no esperas nada. ¿No hay algo que se contradice? ¿No deberías hacer algo para salir de esta paradoja?
      Bill, creo que seguir así ya es fruto de una decisión. No hacer nada ya es decidir no hacer nada. Pero también es verdad que detrás de esta verborrea hay muchas cosas que la desmienten.
      Dale.
      He intentado algunas cosas, pero me he comido la ilusión con patatas y he tenido que volver con el rabo entre las piernas a casa después de destrozarme la cara contra la pared una y otra vez. No hay evidencias en una situación así. Las señales más sólidas son de vapor, y todo queda en nada al día siguiente. A días alternos me convenzo de que no todo está perdido. Me pongo a mirar la cartelera, las obras de teatro, los conciertos, las exposiciones, y todo me parece pretencioso, demasiado escenario para una nueva aproximación, y entonces me intento convencer de que un café (absurdo por otra parte, porque no toma nunca café) es la opción más acertada. Todo tiene que parecer casual, yo tengo que parecer despreocupado por la cita, como si tomara café con mis compañeros de piso, o con mis amigos de mis años de estudiante, pero todo el engaño es muy burdo y quedo delatado antes de empezar a hablar. Entonces me pongo nervioso y toda la seguridad se desvanece, me siento desnudo ante ella. No hay manera de decir que todavía no se me ha agotado la imaginación. Y eso me preocupa, porque tal vez esto sea un síntoma de que efectivamente sí se me esté terminando.
   ¿Y cuantos desnudos más vas a necesitar para darte por vencido?¿Cuantas veces más vas a necesitar ver la evidencia de que hay algo roto?
      No sé responderte. Siento que de repente llegará un día  en que me apetezca gritarle a la cara que voy a necesitar dos vidas para poder olvidarla. Llegará un día en el que este reloj color camel me moleste en mi mano, y la rabia me ciegue y queme los libros, y reniegue de mi nombre y todo lo que significa, y me vuelva un cínico y juegue a no creer en el amor. Será otra impostura más, otra careta que asumiré sabiendo que lo haré mintiendo y traicionándome. Pero creo que esa es la única manera de cambiar esto. El día en que no pueda mirar la hora, mi hora, todo habrá pasado.
Bill no volvió a tomar la palabra. Cogió el brazo de Lucas, le quitó el reloj y lo dejó en la mesilla. Llamó al camarero, dejó un billete que superaba con creces el precio de los cafés, pero no esperó el cambio. Salieron mirando el cielo como extrañados de la luz que todavía le quedaba al día pese a ser ya casi las 8. Anduvieron en silencio 10  minutos. Lucas miró con una sonrisa de disculpa a Bill.
      Creo que me apetece estar solo Bill. Luego os alcanzo en el Melos. Hemos quedado con las chicas a las 9, ¿verdad?
      9:30. Pero Lucas, no llevas hora, no vas a llegar.
Lucas miró a Bill compadeciéndole, le sonrió, y ya dándose la vuelta le dijo: – Creo que le hemos dejado demasiada propina al camarero…





sábado, 26 de julio de 2014

Lucas, su jugada perfecta


La llamaría. Sería una sorpresa escuchar su voz después de tanto tiempo al otro lado del teléfono. Pero lo suyo nunca fueron los discursos: algo corto, convincente y seguro.
-       Hola...
-        ¿Hola????
-      
-      
-       ¿Nos vemos?

La vería. Una voz recordada, esa que tantas veces susurró, rió, leyó, exclamó, recriminó y reclamó. Esa voz ávida de sus oídos y sus oídos ávidos de esa voz. Se encontrarían de nuevo.

Se vestiría para impresionar. Algo elegantemente desaliñado. Zapatos nuevos, pantalón nuevo, camiseta nueva, estilo nuevo. Le haría sentir lejos, ajena a él. La manera de subirse las gafas al puente de su nariz, la manera de cruzar las piernas, las pulseras que cubrían su antebrazo y no reconocías. Todo sería una calculado atrezzo, un diálogo sin palabras.

La invitaría a un sitio nuevo, un sitio en el que saludaría al camarero. Un sitio que ella no conocía. Un sitio donde poder sugerirle la tarta de zanahoria, que la sirven con physalis. Un sitio con tantas opciones como distracciones. Un sitio en el que pediría su clásico café con leche, y que el camarero se lo serviría con una galletita de canela.

Estaría locuaz. Hablarían de qué tal les va, de los trabajos, de la queja legítima. Ocultaría el vacío de tanto tiempo ocupado. Intentaría tocar los temas comunes, las afinidades, las inquietudes compartidas. Tal vez forzaría algún desencuentro, algún pero, algún reparo. Sería bueno no mostrarse condescendiente, seguro de sus posturas pero sin renunciar a la modulación.

Sin impaciencia intentaría ir guiando la conversación a sus grandes temas: las historias, los libros, la música, la sonrisa tan bonita que se dibuja cuando asoma el Macondo y el Comala de Julio. Intentaría no ser obsesivo, pero no dejaría de ir devanando el ovillo de hilo de Ariadna en la conversación, un hilo que le permitiese volver por el camino andado, encontrarse siempre a las puertas del laberinto.

Soñaba con la luz que les acompañaría. La luz de un atardecer de un día de verano tardío en los cines Renoir, la luz de una mañana soleada de invierno de París, sentados en el pretil de la Fontaine Igor Stravinsky con un croissant aux amandes y un té caliente. La luz de que se cuela por la ventana en una mañana de verano y que huele a césped húmedo y desayuno en La Central. Había tantas luces grabadas que todavía andaba indeciso.

Llevaría un detalle. Un libro desconocido, o uno conocido y de autor admirado, o una bolsa de golosinas, o una margarita, solo una. Un reloj del Centre George Pompidou. Una caracola que recogió en una playa solitaria o una postal que nunca llegó a enviar.

Intentaría llevar su mejor cara. Intentaría mostrase seguro, distinto. Alegre, como lo fue.

Intentaría, una vez más, coger el teléfono y llamar.

martes, 4 de febrero de 2014

Lucas, sus maneras de no olvidar

Lucas se pasó la tarde y la noche, y también parte de la madrugada, escuchando obsesivamente las 3 Gymnopédies y las 7 Gnossiennes de Satie. Esto me hizo sospechar. La verdad que siempre anda rellenando tímpanos con pianos y orquestas, y grandes tuttis  y sonidos turgentes. Pero precisamente por eso ese piano llorón me llamó la atención.  Como si de repente hubiese caído en la cuenta de algo y necesitase encontrar un cómplice que la callase la voz de su cabeza con una réplica indescifrable. Por supuesto no me empeñé en averiguar que le sucedía. La cosa vino sola cuando le pregunté qué iba a cenar: ensalada con mozzarella y vinagreta de frutos rojos, nuddles de arroz con salsa de leche de coco y curry y melange japonaise.

Lucas hubiese planeado la cena. No sé por qué, pero la noche siempre os funcionó mejor. Y aunque nunca lo reconoceríais, pasaríais el día pensando en haceros el amor. Aunque en verdad, la cosa nunca hubiese sido así: lo más probables es que hubieseis hecho el amor, y tal vez, si el tiempo y el sueño os lo hubiese permitido, hubieseis cenado, jugando a la nouvelle cuisine, ese menú que soñaba despierto.

La música siempre fue el mejor catalizador para vivir. Pensaba que seria una noche de melancolía, pero solo consiguió sonreír cada vez que la mano derecha le hacía el bordente a la izquierda, recordando las hipótesis y Bill Evans, y todo lo que recordó en los días que ahora recordaba, el fuego lento, los hoteles, los desiertos con llave, las mangueras antiincendios y las historias que se susurraban en la bañera mojando las hojas de los libros de espuma.


Lucas se acordó, o tal vez, nunca olvidó.

lunes, 13 de enero de 2014

Lucas, sus juegos locos



Lucas me contó que se le había ocurrido un juego loco. La verdad que ese día lo vi divertido y sonriente. Al vernos donde siempre, sin mediar palabra, me sentó, pidió al camarero de siempre lo de siempre, sin preguntarme acaso si había cambiado de opción, y empezó con su historia. Empezó a largarme la historia como quien coge una libreta para anotar sus pensamientos, pero me di cuenta de eso una vez empezada, y la verdad que ni se me ocurrió decir ni una palabra.

La cosa trataba de crearse un personaje. Todo empezada eligiendo un librito que seria como el libro fundacional. Leería compulsivamente al autor, subrayaría los pasajes más importantes, retendría y asumiría sus obsesiones. Le daría un repaso a la biografía del autor por si le servía de inspiración en algún momento.

Tendría que renombrar todas las cosas, me dijo de repente, después de una tregua de 20 segundos. Debería empezar por el nombre: Un Tal Lucas, concluyó. Y así hizo con todo. Las ciudades se convirtieron en lados, los libros en libritos, por grandes que fuesen. Las palabras en perras negras. Las dudas, en ríos metafísicos, el metro en paréntesis en el tiempo.

Compraría decenas de libritos, de sus libritos. Tendría un estante lleno de ellos, todos con una primera plana en blanco. Y los iría regalando a cada buen amigo que hiciese, como prueba de confianza y gratitud, con la primera página garabateada. Gastaría unos 5 minutos explicando el por qué precisamente de ese librito, les enseñaría siempre su página favorita, entonces le mirarían y le dirían: sí, eres tú. Y él sonreiría agradecido y satisfecho.

Haría una lista de autores que su personaje idolatraba, e iría siempre dejándose ver por ahí con libritos de los autores de la lista. Lo mismo debería hacer con la música. Incluso al escribir, usaría su forma, sus giros: escribiría apócrifos.

Nada sería un azar, todo tendría un por qué. ¿Por qué llevar abrigo y no chaqueta? ¿Por qué llevar cuellos vueltos? ¿Por qué dejar pasar las horas de la noche? ¿Por qué desear ciertos labios rojos como paréntesis que encierran un beso posible? Tal vez debí de poner cara de entender, porque terminó la frase y dejó de hablar. Se le perdió la mirada, miraba el techo, o la pared de enfrente, quién sabe. Ni él mismo supongo que hubiese sabido responder. Y cuando pasó el tiempo suficiente, me atreví a hablarle por primera vez. 


Lucas, a ti no te gusta vivir, te gusta jugar. Y sospecho que algo de esto haces.