lunes, 26 de septiembre de 2011

Lucas, mañana, será


Lucas me hablaba como abatido: hablaba de recuerdos, de otros momentos, de otra gente y otros sitios. A mi me mosqueaba sobremanera que siempre hablase de lo que no tenía delante. Era un tipo abstracto, incapaz de mirarse los pies y contar con qué se los había embarrado. Pero ese día había algo en sus palabras que me desconcertaba.

Bill, no sabes lo que fue aquello. No había frío ni lluvia que nos encerrase. Si nos encerrábamos era por esa pasión que no entiende ni de sol ni de luna. Pero igual que nos encerrábamos, abríamos esa puerta que nos echaba a Montmartre y bajábamos los peldaños de dos en dos. Entonces las calles sucumbían al peso de nuestros sueños y nada era lo que parecía. Tienes que conocer Au Tirebouchon, seguro que sí. Cerca del café de Le Consulat. Ese sitio que para muchos parece algo andrajoso, un sitio desdeñado, para nosotros fue un fantástico lugar donde cogíamos fuerzas au beurre sûcreé, y así continuar nuestro loco trazado de París. Convertimos la ciudad en lo que quisimos: los dragones de la Fontaine de Saint Michaele fueron los guardianes de nuestros secretos, el sauce llorón escondió las sonrisas más bellas de la ribera del Sena, como las alas de los cisnes esconden su cabeza. Una mezquita se convirtió en un lugar de encuentro para enamorados. Te digo de verdad, Bill. Nada fue lo que vi por primera vez, nada fue lo que parecía. Las librerías se convirtieron en un parque en el que jugar al escondite. Algo muy gordo había para que la lluvia fuese un reclamo y el Mètro un destino.

Lucas, no entiendo por qué me cuentas esto. Supongo que te das cuenta, y por eso mismo te gusta tanto hablar de todo aquello, porque solo tu entiendes de qué hablas. Algún día me llevarás contigo y me enseñas todo eso que hablas, pero déjate de poemas al viento. Eso que cuentas fue ayer. Deja de hacerte el viejo de la saudade.

No Bill, no. No fue ayer. Esto que te cuento será mañana, por eso la añoranza y la saudade. Echo de menos que sea mañana...

Entonces me di cuenta de que su melancolía era la manera más rabiosa de amar la vida como se vive. Siempre envidiaré a Lucas y sus locuras. Añoranza del futuro… otra imposible de entender. Le dejé ahí mirándose la punta de los pies, negras pero sin importarle. Pasarán unas horas, no hará otra cosa que eso, pensar y añorar, luego hará la maleta en media hora, y vivirá. Lucas, mañana, será…

martes, 12 de julio de 2011

Lucas, sus pudores



Lucas callaba palabras. Costaban poco y parecían infinitas: alguna trabada de lengua, alguna palabra a deshoras, pero siempre estaban disponibles para ser disparadas a los tímpanos que más cerca se pusiesen.

Lucas había pasado un tiempo en el que hablaba sin pensar, las palabras eran cosa suya y no estaba dispuesto a pensarlas ni a censurarlas. Escribió, habló, opinó, discutió. Sintió que las dominaba, sintió que sabía lo que hacía, lo que decía. Dueño de las perras negras que mordían, hacían retroceder, guardaban el secreto de su cabeza con celo y rabia. Pensó que podía dar lecciones. Pero un pequeño hilo del camal del calzoncillo colgaba y lo pisó, quien sabe el día. Se quedó desnudo ante sí. Se vio mintiéndose a sí mismo, creyéndose lo que escuchaba salir de su boca sin pensar, como si fuese otro el que le hablase y le convenciese. Se vio acorralado por sus propias perras negras, sus propias cabezas hidra vuelta contra él mismo. Hablando de lo que no sabía, hablando de lo que no le importaba, hablando de lo que no quería contar.

Asumió su condición con vacilante inexperiencia, pero con convencido silencio al paso del tiempo. Lucas se metamorfeó (este un ejemplo) en otro tipo, con la hidra resuelta, las perras con bozal y pensando, midiendo, contando y evitando las palabras. Esas hormigas tipográficas le importaron demasiado en poco tiempo. Muy pocas cosas eran dignas de ser dichas, todo pasaba por su cabeza sin teclear ni lengüear. Sentía pudor por haberse descubierto enrocado en posturas indefendibles al abrigo de las palabras, sentía miedo de su traición, sentía desconfianza por la inexactitud en sus traducciones. A la vez, sentía el vértigo de las cosas dichas, como si el halo de aliento de Lucas fuese denso y el viento dejara las palabras clavadas para siempre.

Lucas callaba palabras. Siempre rodeado de ellas sin saber escoger, siempre pensándolas, combinándolas dentro sin atreverse a mandarlas a paseo. Siempre le tuve que preguntar 3 veces, o 4, o 5 veces. Y cuando me volvió a contestar: bien, supe que callaba palabras, pero contaba sueños.

martes, 8 de marzo de 2011

lunes, 14 de febrero de 2011

Lucas, sus condolencias a los felicitados

Lucas seguía con su costumbre de ir a contracorriente. Hoy, catorce de febrero, Lucas celebra que en un día como hoy de 1895 nació el fantástico filósofo y sociólogo alemán Max Horkheimer, simplemente por pedantería, y por no poder olvidar la pesadilla académica, aunque afortunada intelectualidad, de la Escuela de Frankfurt. No tenía nada pensado, pero tal vez pensaría un minuto en él. Lucas pensó que bueno, que ya. Celebración cumplida, a otra cosa.

Pero observó que a su alrededor una élite afortunada de la sociedad se felicitaba y celebraba el “Día de los Enamorados”, el Día de San Valentín. Esto le sorprendió bastante, celebraban el amor como si fuese una efeméride, como si fuese una más de esas cosas olvidadas que se recupera un día para que salga en todos los periódicos, y para que desaparezca de nuevo al día siguiente.

De repente, todo son besos felices y cajas rosas en forma de corazón y cintas rojas. De flores en la mano, donde nunca las hubo. Un día marcado en el calendario, uno, un día de amor.

Lucas no entendió. Calamaro dijo en una de sus canciones que “es muy poco de amor una vez por semana”. Intentó imaginar lo que sería una vez al año, los 14 de febrero. No pudo imaginar. Lucas sintió compasión por estas élites que se afanaban en ir a las floristerías, en poner un lacito, en gravar en el reverso de un anillo una fecha.

Llegó a casa, decidió que tenía que trasladar sus condolencias a los pobres “enamorados”, y acto seguido, se apresuró en apuntar en un calendario abarrotado, un día más de marzo. Lucas, tenía muchas cosas que celebrar próximamente, aunque en realidad, solo era una, todos los dias.

miércoles, 19 de enero de 2011

Lucas, sus carreras




Lucas notaba la temporada que había pasado con las posaderas quietas y los ojos corriendo de un lado a otro como hormigas agitadas por hileras de letras. El corazón le iba a mil, le faltaba aire y las piernas le pesaban como esas imágenes de aberraciones que se empeñan en ningunear y menospreciar.

Lo curioso del caso es que a Lucas no le perseguía nadie, ni llegaba tarde a ningún sitio. Iba por una calle estrecha, ahora por un jardín, saltando las barandillas y los columpios, esquivando a las gentes que perplejas veían a un muchacho dar zancadas que escapaban a toda lógica, ahora por una gran avenida, por una acera atiborrada de gente que andaba lo suficientemente lento como para no sentir el vértigo de ser un bicho raro que agita todas las melenas enlacadas y choca contra todos los maletines de señor, y lo suficientemente rápido para no saborear la tranquilidad de saber los pasos decididos y serenos y tu destino elegido con soberano apetito. Lucas recuerda con especial cariño la carrera que se dio con un perro que al verlo pasar le dio un relevo, y le saludó con un par de ladridos. También recuerda a una niña que se echó a llorar. Recuerda la cantidad de episodios fugaces que vio entre sus exhalaciones exageradas. Las miradas reprobatorias, las otras cómplices, los semáforos caprichosos, y los semáforos amigos, las bicicletas de referencia, los perros juguetones, su música que a veces iba al compás de sus pasos.

Seguía corriendo, ya casi sin fuerzas. Sabía dónde iba, pero no muy bien por qué corría. No llegaba tarde, simplemente llegaba. Corría, sin mirar atrás, nunca. Corría y llegaba, y eso le sobraba. Corrió, y terminó de correr, y entonces llegó.

¿Quién iría sin correr cuando se llega dónde Lucas llegó? Donde mirar atrás no tiene sentido, porque delante…

lunes, 17 de enero de 2011

Lucas, su cabeza




A Lucas le dolía la cabeza. No sabía por qué. Resfriado, nervios pinzados, jaqueca. Nunca le había dolido tanto. Echaba la vista atrás, e intentaba buscar la causa, una pista de por qué su cabeza parecía que iba a estallar en un momento u otro.

Empezó el ejercicio de mirar atrás, en el pasado inmediato, y descubrió lo que remotamente llegó a temer. No le dolía la cabeza. Era él quién se daba en la cabeza por que se negaba a aceptar que te marchases y que tenía que volver a estudiar.

Lucas decidió seguir dándose a la cabeza. No le importaba cuanto doliese, o cuanto perdiese. Solo quería que cupieses tú, y que no te marchases de ahí.