sábado, 26 de julio de 2014

Lucas, su jugada perfecta


La llamaría. Sería una sorpresa escuchar su voz después de tanto tiempo al otro lado del teléfono. Pero lo suyo nunca fueron los discursos: algo corto, convincente y seguro.
-       Hola...
-        ¿Hola????
-      
-      
-       ¿Nos vemos?

La vería. Una voz recordada, esa que tantas veces susurró, rió, leyó, exclamó, recriminó y reclamó. Esa voz ávida de sus oídos y sus oídos ávidos de esa voz. Se encontrarían de nuevo.

Se vestiría para impresionar. Algo elegantemente desaliñado. Zapatos nuevos, pantalón nuevo, camiseta nueva, estilo nuevo. Le haría sentir lejos, ajena a él. La manera de subirse las gafas al puente de su nariz, la manera de cruzar las piernas, las pulseras que cubrían su antebrazo y no reconocías. Todo sería una calculado atrezzo, un diálogo sin palabras.

La invitaría a un sitio nuevo, un sitio en el que saludaría al camarero. Un sitio que ella no conocía. Un sitio donde poder sugerirle la tarta de zanahoria, que la sirven con physalis. Un sitio con tantas opciones como distracciones. Un sitio en el que pediría su clásico café con leche, y que el camarero se lo serviría con una galletita de canela.

Estaría locuaz. Hablarían de qué tal les va, de los trabajos, de la queja legítima. Ocultaría el vacío de tanto tiempo ocupado. Intentaría tocar los temas comunes, las afinidades, las inquietudes compartidas. Tal vez forzaría algún desencuentro, algún pero, algún reparo. Sería bueno no mostrarse condescendiente, seguro de sus posturas pero sin renunciar a la modulación.

Sin impaciencia intentaría ir guiando la conversación a sus grandes temas: las historias, los libros, la música, la sonrisa tan bonita que se dibuja cuando asoma el Macondo y el Comala de Julio. Intentaría no ser obsesivo, pero no dejaría de ir devanando el ovillo de hilo de Ariadna en la conversación, un hilo que le permitiese volver por el camino andado, encontrarse siempre a las puertas del laberinto.

Soñaba con la luz que les acompañaría. La luz de un atardecer de un día de verano tardío en los cines Renoir, la luz de una mañana soleada de invierno de París, sentados en el pretil de la Fontaine Igor Stravinsky con un croissant aux amandes y un té caliente. La luz de que se cuela por la ventana en una mañana de verano y que huele a césped húmedo y desayuno en La Central. Había tantas luces grabadas que todavía andaba indeciso.

Llevaría un detalle. Un libro desconocido, o uno conocido y de autor admirado, o una bolsa de golosinas, o una margarita, solo una. Un reloj del Centre George Pompidou. Una caracola que recogió en una playa solitaria o una postal que nunca llegó a enviar.

Intentaría llevar su mejor cara. Intentaría mostrase seguro, distinto. Alegre, como lo fue.

Intentaría, una vez más, coger el teléfono y llamar.

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