viernes, 22 de enero de 2010

Lucas, su barba



Lucas desde muy pequeño soñó con esto. Con estos días y estos tiempos que vivía. Sabía que crecer era inevitable. Que iba a dejar de buscar en las personar una pelota para jugar, o una puerta cerca de su casa para poder salir a la calle y echarse las tardes con muñequitos e imaginación corriendo un tour, o salvando el fuerte Livingston.

Nunca vio el crecer como una amenaza. Como una carga pesada. Hacía mucho que estaba preparado, lo tenía todo pensado. Dejaría de desear las pelotas y los fuertes y se interesaría por las personas; dejaría de desear las tardes para desear las noches; dejaría de desear la compañía perpetua para disfrutar de la soledad, de sí mismo; dejaría de desear los juegos con reglamento y tarjetas rojas para jugar a juegos inventados y sin árbitros.

Parecía muy fácil, sin complicaciones, una evolución sin volante, ni marchas. Le llegó el momento en el que le volvieron esos planes de pequeño para estos días y estos tiempos. Y pensó que los juegos así son tan peligrosos que llega el momento en el que te pierdes en él, que la soledad a veces ahoga y que la noche puede hacerse muy larga, y sobre todo, que maldita sea, ni tan siquiera la barba que tenía tan pensada terminaba de salir.

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