miércoles, 11 de abril de 2012

Lucas, sus desciframientos.



Lucas pasaba muchas horas descifrando las páginas que leía. 

Le gustaban especialmente aquellas que utilizaban no ya tanto el justo adjetivo como decía Josep Plà, sino el adjetivo insospechado, como nadie decía pero que se le ocurrió llamarlo así. Le gustaban esas páginas trampa en la que la historia no era una, sino tantas como lecturas posibles. Libros que significaban una cosa u otra dependiendo en qué día fuesen leídos, en qué momento, en que instante volviese a la encrucijada de palabras. Cada frase requería una reconstrucción del relato hasta el momento mismo de leer esa frase, una revisión permanente del “qué”, provocado por el “cómo”, esa literatura absorbente que le arrancaba de donde hubiese puesto el culo para llevarlo a obsesivas cavilaciones y asociaciones.

Aquella noche tenía entra las manos un librito, “Nosotros dos” se llamaba, y ya desde el título no leyó lo que decía, sino lo que quiso. Intuyó (porque saber no sabía) que llevaba toda la vida escribiendo la misma novela, haciendo literatura de su memoria para llenar los huecos que su entendimiento dejaba vacíos.

Al final Lucas buscaba en sus lecturas descifrar su memoria, esos nudos en el cordel del tiempo que descubría buscando sentido. Señales que Lucas ató a su memoria cundo escuchó por primera vez el sonido de tu pis por la mañana en un bañito compartido, cuando, como tiempo después admitió, supo que escuchabas sus poemas como nadie lo hizo nunca, cuando supo que sonreír cuando sonaba la puerta era lo que los perros de ese tal Pavlov. Cuando entendió por qué ese sonreírse satisfecho por tender tu ropa íntima un poco desgastada, ese gusto por malgastar horas leyendo títulos pensando que eso significaba saber del libro para después contarte, el regodeo por las pequeñas discusiones por apagar la lamparilla de la mesilla de noche, esa luz que a la vez le unía con las páginas, y a la vez le separaba de sus nudos, porque también después de la lamparilla había el no dejarte cerrar los ojos, cubrírtelos de incertidumbres que irrumpían por tu cuerpo en un lugar insospechado pero deseado. Supo que luego te pidió el hueco de un hombro y corriste sencillamente el pelo hacia el otro. Y allí se encontró cuando tuvo que cerrar el libro.

Las trampas de sus historias le atrapaban. Nunca pudo escapar. Nunca quiso.

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