La llamaría. Sería una sorpresa escuchar su voz después de tanto
tiempo al otro lado del teléfono. Pero lo suyo nunca fueron los discursos: algo
corto, convincente y seguro.
-
Hola...
-
¿Hola????
-
…
-
…
-
¿Nos vemos?
La vería. Una voz recordada, esa que tantas veces susurró, rió, leyó,
exclamó, recriminó y reclamó. Esa voz ávida de sus oídos y sus oídos ávidos de
esa voz. Se encontrarían de nuevo.
Se vestiría para impresionar. Algo elegantemente desaliñado.
Zapatos nuevos, pantalón nuevo, camiseta nueva, estilo nuevo. Le haría sentir
lejos, ajena a él. La manera de subirse las gafas al puente de su nariz, la
manera de cruzar las piernas, las pulseras que cubrían su antebrazo y no
reconocías. Todo sería una calculado atrezzo,
un diálogo sin palabras.
La invitaría a un sitio nuevo, un sitio en el que saludaría al
camarero. Un sitio que ella no conocía. Un sitio donde poder sugerirle la tarta
de zanahoria, que la sirven con physalis. Un sitio con tantas opciones como
distracciones. Un sitio en el que pediría su clásico café con leche, y que el
camarero se lo serviría con una galletita de canela.
Estaría locuaz. Hablarían de qué tal les va, de los trabajos, de
la queja legítima. Ocultaría el vacío de tanto tiempo ocupado. Intentaría tocar
los temas comunes, las afinidades, las inquietudes compartidas. Tal vez
forzaría algún desencuentro, algún pero, algún reparo. Sería bueno no mostrarse
condescendiente, seguro de sus posturas pero sin renunciar a la modulación.
Sin impaciencia intentaría ir guiando la conversación a sus
grandes temas: las historias, los libros, la música, la sonrisa tan bonita que
se dibuja cuando asoma el Macondo y el Comala de Julio. Intentaría no ser
obsesivo, pero no dejaría de ir devanando el ovillo de hilo de Ariadna en la
conversación, un hilo que le permitiese volver por el camino andado,
encontrarse siempre a las puertas del laberinto.
Soñaba con la luz que les acompañaría. La luz de un atardecer de
un día de verano tardío en los cines Renoir, la luz de una mañana soleada de
invierno de París, sentados en el pretil de la Fontaine Igor Stravinsky con un
croissant aux amandes y un té caliente. La luz de que se cuela por la ventana
en una mañana de verano y que huele a césped húmedo y desayuno en La Central. Había
tantas luces grabadas que todavía andaba indeciso.
Llevaría un detalle. Un libro desconocido, o uno conocido y de
autor admirado, o una bolsa de golosinas, o una margarita, solo una. Un reloj
del Centre George Pompidou. Una caracola que recogió en una playa solitaria o
una postal que nunca llegó a enviar.
Intentaría llevar su mejor cara. Intentaría mostrase seguro,
distinto. Alegre, como lo fue.
Intentaría, una vez más, coger el teléfono y llamar.