Lucas se pasó la tarde y la noche, y también parte de la
madrugada, escuchando obsesivamente las 3 Gymnopédies y las 7 Gnossiennes de
Satie. Esto me hizo sospechar. La verdad que siempre anda rellenando tímpanos
con pianos y orquestas, y grandes tuttis y sonidos turgentes. Pero precisamente por
eso ese piano llorón me llamó la atención.
Como si de repente hubiese caído en la cuenta de algo y necesitase
encontrar un cómplice que la callase la voz de su cabeza con una réplica
indescifrable. Por supuesto no me empeñé en averiguar que le sucedía. La cosa
vino sola cuando le pregunté qué iba a cenar: ensalada con mozzarella y
vinagreta de frutos rojos, nuddles de arroz con salsa de leche de coco y curry
y melange japonaise.
Lucas hubiese planeado la cena. No sé por qué, pero la noche
siempre os funcionó mejor. Y aunque nunca lo reconoceríais, pasaríais el día
pensando en haceros el amor. Aunque en verdad, la cosa nunca hubiese sido así: lo
más probables es que hubieseis hecho el amor, y tal vez, si el tiempo y el
sueño os lo hubiese permitido, hubieseis cenado, jugando a la nouvelle cuisine,
ese menú que soñaba despierto.
La música siempre fue el mejor catalizador para vivir. Pensaba que
seria una noche de melancolía, pero solo consiguió sonreír cada vez que la mano
derecha le hacía el bordente a la izquierda, recordando las hipótesis y Bill
Evans, y todo lo que recordó en los días que ahora recordaba, el fuego lento,
los hoteles, los desiertos con llave, las mangueras antiincendios y las
historias que se susurraban en la bañera mojando las hojas de los libros de
espuma.
Lucas se acordó, o tal vez, nunca olvidó.